10 de enero de 2008

Solo un texto Ateista

El Cristianismo es la creencia de que un zombie cósmico judío, que era su propio padre, puede hacerte vivir para siempre si comes simbólicamente su cuerpo y le dices telepáticamente que lo aceptas como tu amo, para que él pueda remover una fuerza maligna de tu alma que existe en la humanidad porque una serpiente parlante convenció a una mujer-costilla de comer el fruto de un árbol mágico...

ATEISMO

El ateísmo no es una filosofía; no es ni siquiera una opinión sobre el mundo; es simplemente el rechazo a negar lo evidente. Por desgracia, vivimos en un mundo en el que, por principio, lo evidente se pasa por alto. Lo evidente debe ser observado, vuelto a observar y defendido. Se trata de un trabajo ingrato. Lleva consigo una aureola de petulancia e insensibilidad.

Es preciso señalar que nadie necesita identificarse como un no-astrólogo o un no-alquimista. Por consiguiente, no tenemos ningún nombre para definir a las personas que niegan la validez de estas pseudo-disciplinas.

De la misma forma, el ateísmo es un término que ni siquiera debería existir.

El ateísmo no es más que la protesta manifestada por la gente razonable en presencia del dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que cree que las millones de personas que afirman no dudar jamás de la existencia de Dios son los que están obligados a presentar pruebas de su existencia.

Sólo el ateo aprecia lo misteriosa que es nuestra presente situación: la mayor parte de los seres humanos creen en un Dios que, en todos los aspectos, es tan fantástico como los dioses del Olimpo; ninguna persona, independientemente de sus méritos y capacidades, puede acceder a un cargo público si no afirma estar totalmente convencida de que ese Dios existe; y una gran parte de la política pública de nuestro país responde a tabúes religiosos y a supersticiones propias de una teocracia medieval.
Nuestra circunstancia es abyecta, indefendible y aterradora. Podría incluso resultar graciosa si lo que estuviera en juego no fuera tan importante.

Vivimos en un mundo donde todas las cosas, buenas y malas, finalmente resultan destruidas por el cambio.

Esta vida, cuando se inspecciona con un amplio vistazo, presenta poco más que un enorme espectáculo de pérdidas. La mayoría de la gente de este mundo, sin embargo, se imagina que existe una cura para todo lo anterior. Si vivimos correctamente (no necesariamente de manera ética, sino dentro del marco de ciertas creencias antiguas y de comportamientos estereotipados) conseguiremos todo lo que queramos después de morir. Cuando finalmente nuestros cuerpos nos fallen, tan sólo nos desharemos de nuestro lastre corpóreo para viajar a una tierra donde nos reuniremos con todas las personas a las que amábamos cuando vivíamos. Por supuesto, la gente demasiado racional y demás chusma serán excluidas de ese lugar feliz, y los que hayan suspendido su incredulidad mientras vivían será libres de disfrutar de dicho lugar para toda la eternidad.

Vivimos en un mundo lleno de sorpresas inimaginables, y, a pesar de todo, el Paraíso se conforma a nuestros intereses más superficiales con la misma comodidad que un crucero por el Caribe.

Lo anterior resulta extraordinariamente curioso. Si uno no supiera nada del asunto, pensaría que el hombre, en su temor a perder todo aquello que le gusta, había creado el Cielo, con su Dios de portero, a su propia imagen y semejanza.

Consideremos la destrucción que el Huracán Katrina trajo sobre Nueva Orleans (Agosto,2005). Más de mil personas murieron, decenas de miles perdieron todos sus bienes terrenales, y casi un millón fueron desplazadas.

Es casi seguro que mas de una persona que vivía en Nueva Orleans en el momento de la tragedia del Katrina creía en un Dios omnipotente, omnisciente y compasivo. ¿Pero qué hacía Dios mientras un huracán arrasaba su ciudad?

Seguramente oyó los rezos de los ancianos y las mujeres que huían de la crecida de las aguas buscando la seguridad de sus azoteas, sólo para ahogarse lentamente en éstas. Eran personas de fe. Eran hombres y mujeres buenos que habían rezado durante toda su vida.
Sólo el ateo tiene el coraje de admitir lo evidente: esta pobre gente murió hablando con un amigo imaginario.

Desde luego, hubo claros signos de que una tormenta de dimensiones bíblicas golpearía a Nueva Orleans, y la respuesta humana al consiguiente desastre fue trágicamente inepta. Pero fue inepta sólo a la luz de la ciencia. Los signos del avance del Katrina fueron extraídos de la Naturaleza muda a través de cálculos meteorológicos y de imágenes vía satélite.

Dios no habló a nadie de sus proyectos. Si los residentes de Nueva Orleans se hubieran contentado con confiar en la caridad del Señor, no se hubieran enterado de que un huracán asesino se abatía sobre ellos hasta sentir en sus caras las primeras ráfagas de viento.

Sin embargo, una encuesta realizada por el Washington Post reveló que el 80 % de los sobrevivientes del Katrina afirmaban que el acontecimiento había reforzado su fe en Dios.

Mientras el Huracán Katrina devoraba Nueva Orleans, casi mil peregrinos chiítas eran pisoteados hasta morir en un puente de Irak. No hay duda de que estos peregrinos creían vigorosamente en el Dios del Corán: sus vidas estaban organizadas en torno al hecho indiscutible de su existencia; sus mujeres caminaban veladas delante de él; sus hombres se mataban entre sí con regularidad por interpretaciones rivales de su palabra. Sería notable que un solo superviviente de esta tragedia perdiera su fe. Es más probable que los supervivientes se imaginen que ellos fueron salvados por la gracia de Dios.

Sólo el ateo reconoce el narcisismo y el autoengaño ilimitados de quien se cree "salvado por Dios".
Sólo el ateo comprende lo moralmente rechazable que es el hecho de que los supervivientes de una catástrofe se crean salvados por el amor de Dios, mientras este mismo Dios ha ahogado a niños en sus cunas.

Puesto que el ateo se niega a disfrazar la realidad del sufrimiento del mundo con una empalagosa fantasía de vida eterna, el ateo siente en sus carnes lo preciosa que es la vida y qué terrible desgracia es realmente que millones de seres humanos sufran el más terrible menoscabo de su felicidad por ninguna razón en absoluto.

Es inevitable preguntarse cuán enorme y gratuita debe ser una catástrofe para que sacuda la fe del mundo. El Holocausto nazi no lo hizo. Tampoco el genocidio de Ruanda, aunque hubiera sacerdotes armados con machetes entre los autores. Quinientos millones de personas murieron de viruela en el siglo XX, muchos de ellos niños.

Los caminos de Dios son ciertamente inescrutables. Parece que cualquier hecho, no importa lo desgraciado que sea, puede ser compatible con la fe religiosa. En los asuntos de la fe, hemos perdido cualquier tipo de contacto con la realidad.

Desde luego, las personas de fe afirman regularmente que Dios no es responsable del sufrimiento humano. ¿Pero de qué otro modo podemos entender la afirmación de que Dios es a la vez omnisciente y omnipotente?
No hay ningún otro modo de entender el asunto, y es hora de que los seres humanos cuerdos lo asuman.

Se trata del problema histórico de la teodicea, que deberíamos considerar ya resuelto.
Si Dios existe, no puede hacer nada para detener las más terribles calamidades o no se preocupa por hacerlo. Dios, por lo tanto, es impotente o malvado.

Los lectores piadosos realizarán ahora la siguiente pirueta: Dios no puede ser juzgado por las simples normas humanas de moralidad. Pero, desde luego, las normas humanas de moralidad son precisamente las que los fieles emplean en primer lugar para establecer la bondad de Dios.

Y cualquier Dios que se preocupe por algo tan trivial como el matrimonio gay, o el nombre por el que los fieles se dirigen a él durante el rezo, no es tan inescrutable como parece.

Hay otra posibilidad, desde luego, y es a la vez la más razonable y la menos odiosa: el Dios bíblico es una ficción. Como ha observado Richard Dawkins, todos somos ateos en lo que concierne a Zeus y Thor.

Sólo el ateo ha comprendido que el dios bíblico no es en absoluto diferente de Zeus o de Thor. Por consiguiente, sólo el ateo es lo bastante compasivo para considerar la profundidad del sufrimiento humano en toda su abrumadora realidad.

Es terrible que muramos y perdamos todo lo que nos gusta; es doblemente terrible que tantos seres humanos sufran innecesariamente mientras viven. Que gran parte de este sufrimiento pueda ser atribuido directamente a la religión (a los odios religiosos, las guerras religiosas, las ilusiones religiosas y las luchas religiosas por recursos escasos) es lo que hace del ateísmo una necesidad moral e intelectual.

Es una necesidad, sin embargo, que sitúa al ateo en los márgenes de la sociedad. El ateo, sólo por mantenerse en contacto con la realidad, aparece vergonzosamente alejado de la vida de fantasía propia de sus vecinos.

Aunque sea bastante fácil para la gente de buen tono criticar el fundamentalismo religioso, la llamada "moderación religiosa" todavía disfruta de un gran prestigio en nuestra sociedad, incluso dentro de la torre de marfil.

Lo anterior resulta irónico, ya que los fundamentalistas tienden a hacer un uso de sus cerebros más basado en principios que los "moderados".

Aunque los fundamentalistas justifiquen sus creencias religiosas con pruebas y argumentos extraordinariamente pobres, al menos intentan dar una justificación racional. Los moderados, en cambio, generalmente no hacen más que citar las consecuencias benéficas de la creencia religiosa. En lugar de decir que creen en Dios porque ciertas profecías bíblicas se han cumplido, los moderados dirán que ellos creen en Dios porque esta creencia "da sentido a sus vidas".

Cuando un tsunami mató a cien mil personas el día siguiente al de Navidad, los fundamentalistas interpretaron fácilmente este cataclismo como una prueba de la ira de Dios. Al parecer, Dios había enviado otro mensaje oblicuo a la humanidad sobre los males del aborto, la idolatría y la homosexualidad. Aunque moralmente obscena, esta interpretación de los acontecimientos es ciertamente razonable, considerando ciertas suposiciones (absurdas).

Los moderados, en cambio, rechazan extraer cualquier conclusión sobre Dios a partir de sus obras. Dios sigue siendo un perfecto misterio, una mera fuente de consuelo que es compatible con la existencia del mal más desolador. Ante desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal es apta para producir las más afectadas y pasmosas tonterías imaginables.

Así y todo, los hombres y mujeres de buena voluntad prefieren habitualmente tales vacuidades a la moralización y profetización odiosas de los creyentes auténticos. Ante las catástrofes, sin duda es una virtud de la teología liberal que ésta enfatice la piedad sobre la ira.

Vale la pena señalar, sin embargo, que es la piedad humana lo que se revela (no la de Dios) cuando los cuerpos hinchados de los muertos son arrojados por el mar. Durante días, cuando miles de niños son arrancados al mismo tiempo de los brazos de sus madres y ahogados en el mar, la teología liberal debe revelarse como lo que es, el más vacuo y estéril de los pretextos mortales.

Incluso la teología de la ira tiene más mérito intelectual. Si Dios existe, su voluntad no es inescrutable. Lo único inescrutable en estos hechos terribles es que hombres y mujeres neurológicamente sanos puedan creer lo increíble y pensar que es la cumbre de la sabiduría moral.

Es completamente absurdo sugerir, como hacen los religiosos moderados, que un ser humano racional pueda creer en Dios simplemente porque esta creencia le hace feliz, porque alivia su miedo a la muerte o porque otorga sentido a su vida.

La absurdidad se hace obvia en el momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra proposición de consuelo: imaginemos, por ejemplo, que un hombre quiere creer que existe un diamante enterrado en algún lugar de su patio trasero, y que ese diamante es del tamaño de un refrigerador.

Sin duda, se sentirá extraordinariamente bien al creer esto. Imaginemos qué pasaría entonces si ese hombre siguiera el ejemplo de los religiosos moderados y mantuviera dicha creencia según líneas pragmáticas: cuando se le pregunta por qué piensa que hay un diamante en su patio trasero y que además ese diamante es miles de veces mayor que ninguno aún descubierto, el hombre dice cosas como las siguientes: "Esta creencia da sentido a mi vida", o "Mi familia y yo disfrutamos cavando para encontrarlo los domingos", o "Yo no querría vivir en un universo donde no hubiera un diamante enterrado en mi patio trasero y que fuera del tamaño de un refrigerador".
Claramente estas respuestas son inadecuadas. Pero son peores que esto. Son las respuestas de un loco o de un idiota.

Aquí podemos ver por qué la apuesta de Pascal, el salto de fe de Kiergegaard y otros esquemas epistemológicos fideístas no tienen el menor sentido. Creer que Dios existe es creer que uno se encuentra en alguna relación con su existencia, tal que dicha existencia es ella misma la razón de la creencia de uno. Debe haber alguna conexión causal, o al menos una apariencia de la misma, entre el hecho en cuestión y la aceptación de ese hecho por parte de la persona.

De este modo, podemos ver que las creencias religiosas, para ser creencias sobre el modo en que es el mundo, deben ser tan probatorias en el ámbito del espíritu como en cualquier otro ámbito. Pese a todos sus pecados contra la razón, los fundamentalistas religiosos entienden esto; los moderados (casi por definición) no lo entienden en absoluto

La incompatibilidad entre la razón y la fe ha sido un rasgo evidente de la cognición humana y del discurso público durante siglos. Una persona tiene buenas razones para creer firmemente lo que cree o lo que no cree.

Las personas de todos los credos generalmente reconocen la primacía de las razones, y recurren al razonamiento y a las pruebas siempre que pueden. Cuando la indagación racional apoya el credo, aquélla siempre es defendida; cuando representa una amenaza, es ridiculizada, a veces en la misma sentencia.

Sólo cuando las pruebas a favor de una doctrina religiosa son escasas o inexistentes, o existe una evidencia aplastante en su contra, sus defensores invocan la "fe".

Dicho de otro modo, los fieles simplemente citan los motivos para defender sus creencias (por ejemplo, "el Nuevo Testamento confirma las profecías del Antiguo testamento", "yo vi la cara de Jesús en una ventana", "rezamos, y el cáncer de nuestra hija comenzó a remitir"). Tales razones son generalmente inadecuadas, pero son mejores que ninguna razón en absoluto.

La fe no es más que la licencia que la gente religiosa se otorga a sí misma para seguir creyendo cuando las razones fallan.

Nuestras religiones son intrínsecamente incompatibles entre sí. Jesús resucitó de entre los muertos y volverá a la Tierra como un superhéroe, o no; el Corán es la palabra infalible de Dios, o no lo es.

Cada religión hace afirmaciones explícitas sobre el modo en que es el mundo, y la profusión abrumadora de estas afirmaciones incompatibles (que además son dogmas de fe obligatorios para todos los creyentes) crea una base duradera para el conflicto.

No hay ninguna otra esfera del discurso en la que los seres humanos articulen de manera tan clara sus diferencias mutuas, o en la que expresen estas diferencias en términos de recompensas y castigos eternos. La religión es la única realidad humana en la que el pensamiento nosotros-ellos alcanza una importancia trascendente.

Si una persona cree realmente que llamar a Dios por su nombre correcto puede marcar la diferencia entre la felicidad eterna y el sufrimiento eterno, entonces se hace bastante razonable tratar más bien mal a los herejes e incrédulos. Hasta puede ser razonable matarlos.

Si una persona piensa que hay algo que otra persona puede decirles a sus hijos que podría poner sus almas en peligro para toda la eternidad, entonces el vecino hereje es en realidad mucho más peligroso que el más sádico violador infantil.
Los estigmas de nuestras diferencias religiosas son enormemente más pronunciados que los nacidos del mero tribalismo, del racismo o de la política.

La fe religiosa es un poderoso obstáculo al diálogo.

La religión no es más que el área de nuestro discurso en la que la gente se protege sistemáticamente de la exigencia de aportar pruebas en defensa de sus creencias firmemente sostenidas.

Y así y todo, estas creencias de las personas a menudo determinan para qué viven, para qué morirán, y para qué matarán. Éste es un problema muy grave, porque cuando los estigmas diferenciales son muy pronunciados los seres humanos sólo tienen una opción entre el diálogo y la violencia.

Sólo una buena voluntad fundamental de ser razonable --de modo que nuestras creencias sobre el mundo sean revisadas por nuevas pruebas y nuevos argumentos-- puede garantizar que sigamos hablando entre nosotros.

La certeza sin pruebas es necesariamente divisoria y deshumanizadora. Aunque no existe ninguna garantía de que la gente racional siempre vaya a estar de acuerdo, indudablemente la gente irracional siempre estará dividida por sus dogmas. Parece sumamente improbable que podamos curar los desacuerdos existentes en nuestro mundo simplemente multiplicando las ocasiones para el diálogo interconfesional.

El objetivo de la civilización no puede ser la tolerancia mutua ni la irracionalidad manifiesta. Aunque todos los partidarios del discurso religioso liberal han acordado pasar de puntillas por aquellos puntos en los que sus visiones del mundo chocan frontalmente, esos mismos puntos seguirán siendo fuentes de conflicto perpetuo para sus correligionarios.

La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base duradera para la cooperación humana. Si la guerra religiosa debe hacerse inconcebible para nosotros, del mismo modo que ya lo son la esclavitud y el canibalismo, ello sólo será posible si prescindimos de todos los dogmas de fe.

Cuando tenemos razones para creer lo que creemos, no tenemos ninguna necesidad de fe; cuando no tenemos ninguna razón, o sólo tenemos malas razones, hemos perdido nuestra conexión con el mundo y con los seres humanos.

El ateísmo no es sino un compromiso con el nivel más básico de honestidad intelectual: las convicciones de una persona deberían ser proporcionales a sus pruebas. Pretender estar seguro de algo cuando no se está (en realidad, pretender estar seguro sobre proposiciones para las que ni siquiera es concebible prueba alguna) es un defecto tanto intelectual como moral.
Sólo el ateo ha comprendido esto.

El ateo es simplemente una persona que ha percibido la mentira de la religión y que ha rechazado convertirla en una mentira propia.


Tomado de:
Sin Dioses.org:
La religión como fuente de intolerancia e irracionalidad: de Sam Harris, trad. por J. C. Álvarez